Reino tras reino, siglo tras siglo
las princesas han sido sinónimo de virtud, talento, sumisión y belleza. Reino
tras reino, las princesas visten decorados vestidos, asisten impecables y
serenas a grandes fiestas en su honor y son vistas con en el mayor decoro.
Estas mujeres, nobles y bellas también son trofeos de guerra, su virginidad y pureza
es vendida a reyes y nobles para unir reinos y terminar guerras. Las princesas son
vistas como el mayor símbolo de feminidad y pulcritud, pero ¿alguna vez te has
preguntado sobre sus deseos?, ¿sobre sus pasiones más íntimas y sus
aberraciones más inconfesables? ¿Alguna vez te has preguntado con que sueñan en
esas noches húmedas y de calor? ¿ tal vez si piensan en ti cuando sus manos
tocan su sexo? Las princesas son mujeres, y las mujeres también tienen
orgasmos.
No me insulta que me digan
princesa porque lo fui media vida. Fui vendida, negociada, licitada, mercadeada, y fui obligada a amar noblemente
a un príncipe, y serle fiel y seguirle sumisamente, hasta que amé
apasionadamente a una princesa y entendí que el amor y en general la vida,
juegan a joderte por donde menos lo esperas.
Vivir en la torre más alta del
reino está lejos de ser un privilegio: subir quinientos escalones
diariamente con platos de comida, sabanas nuevas y de vez en vez algún capricho
excéntrico de mi presidiaria. No era la vida que soñaba, pero subir hasta la
punta de la torre diariamente tenía su recompensa.
Te conté que fui una princesa,
pero cuando dejé de serlo, en su lugar rapté, a una, la rapté por que la amaba y ella, en secreto y
aunque nunca lo dijo, me amaba también. La
diferencia entre el amor y la pasión pende de un hilo y cuando crees que haces
algo valeroso por amor siempre haz de preguntarte si tu motivación, en cambio,
surge de un instinto visceral, casi animal, de poseer al instante aquello que
deseas.
Rapunzel, de hermoso y
sorprendentemente largo cabello rubio, nació en cuna de oro, estaba condenada a
ser la mujer de alguien más, el trofeo de algún rey sanguinario que la haría
caminar detrás suyo y la obligaría a engendrar un primogénito para que su
reinado siguiera vigente. Yo la salvé de
esa vida de privación, mansedumbre y sacrificio, y le mostré, en nuestro
encierro, los límites del deseo la pasión y la lujuria. Juntas coincidimos en el
lento pestañeo de nuestras miradas deseosas de poseer a través de los demás
sentidos el objeto visto. Nos encontramos en el soplo caluroso de mi aliento en su oreja
y en el posterior gemido cuando implicaba el deslizar de mis labios hasta su
pezón hinchado. Y nos perdimos en el suave roce de la yema de mis dedos deslizándose
del vientre hasta el muslo y devolviéndome a su sexo.
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